Lo primero suele ser un café, de esos cargados, de los que sirven para despertar. Situarse para comenzar el día. El silencio de la casa cuando aún no se han levantado los demás y el gesto casi mecánico de la ducha, del beso de despedida y del camino hacia el trabajo.
Las mañanas temprano me gustan. La calle que empieza a vivir, las gentes que van y vienen, el movimiento de la ciudad me anima, a veces escucho un poco de música, como eco, como fondo para que me reconforte; otras, en cambio, prefiero llegar tras haber estado todo el camino en silencio, me concentro y repaso las próximas horas.
La llegada siempre tiene cierto caos, se tarda un tiempo en ponernos en marcha, en hacernos unos a otros. Es curioso, los años me han enseñado a leer caras, a intuir que a aquel le pasa no sé qué o que aquella no ha dormido bien por no sé cuánto. Siempre me he preguntado si podrán saber también qué me pasa a mí, yo creo que sí porque cuando ni el café, ni la música, ni el movimiento de la calle han conseguido despertarme, suelen callarse más y miran de reojo por si mi gesto es demasiado serio.
Vienen las preguntas y las explicaciones, el trabajo juntos, unas veces en silencio y otras no. Hemos llegado a juntar guitarras, clarinetes, cajones y violines en el mismo sitio, mientras alguien leía un texto de no sé qué autor o recitaba un poema de no sé qué siglo. Nos hemos tirado en el suelo a pintar nuestro árbol de los logros y hemos adaptado poemas medievales para quienes aún creen en castillos y dragones. Hemos escuchado mucha música, suya, mía, al final: nuestra.
Siempre añoro esos momentos en los que el supuesto caos triunfa en esas cuatro paredes, porque es su caos y yo paso a ser una mera espectadora de todas aquellas vidas que pasan por la mía.
Y, al acabar ese tiempo de trabajo, alguien se acerca y te dice que si puede hablar contigo y te habla de corazones rotos, de promesas incumplidas, de amistades traicionadas, de momentos cuesta arriba. Hay que estar, escuchar, ser hombro, ser pañuelo, ser consejo y palabra de ánimo.
Cierro la puerta y me tomo el café de media mañana, comparto una charla, alguna preocupación personal y profesional y también alguna risa. En ese rato da tiempo a planear muchas cosas y surgen ideas estupendas para poner en marcha.
Vuelvo al trabajo y termina la mañana. Casi siempre me voy contenta, pero hay ocasiones en que me enfado, me pongo triste o me quedo preocupada porque no todo fue como yo esperaba. Trabajar con y para personas siempre tiene ese riesgo. La clave está en entender que hay una grieta en todo y que es para que la luz se cuele por ella.
Las tardes siempre han sido para poder preparar más cosas, para investigar, estudiar, formarme, leer y ver qué hacen los demás para aprender. Nunca he sido capaz de separar lo que soy de lo que hago, en realidad, nunca lo he intentado porque sería como renunciar un poco a mi esencia, así que mi día a día se impregna de búsqueda, de correcciones, de nuevos retos.
Tengo la profesión más bonita del mundo. Y es que, quienes nos dedicamos a la enseñanza, somos verdaderos influencer, de los que, con solo poner un pie en el aula tenemos la capacidad de enseñar, de convencer, de aprender, de dar, de recibir. Como dicen en la campaña de realinfluencer: «Personas como tú y como yo pero con un poder extraordinario». En nuestras manos están quienes llevarán el mundo, estamos construyendo el futuro y eso es algo, ciertamente, extraordinario.
No puedo reflejar en estas líneas los desvelos, las preocupaciones, el trabajo que se lleva a casa, las interminables horas corrigiendo, las que se emplean en papelerías, librerías y grandes superficies en donde compramos desde bolis hasta cosas inverosímiles “por si sirven para aquella actividad”, las conversaciones con las familias, las reuniones de los claustros y el pensamiento, muchas veces, insistente de cómo hacer esto o aquello para que sea mejor para nuestro alumnado. Eso no lo puedo poner aquí porque es parte de la esencia de quien decide hacer de la enseñanza su profesión o mejor dicho, su vida. Ser profe no es solo un trabajo, es una manera de entender el mundo porque sabes que con lo que tú haces puedes contribuir a que sea un poco mejor. A veces solo se ve el partido, pero detrás hay muchas horas de entrenamiento.
Un día cualquiera de quienes nos dedicamos a la enseñanza es un día lleno de miradas, de palabras, de pensamientos, de sonrisas, de algún llanto, de trabajo y de esfuerzo, es, en definitiva, un día lleno de vida. Suerte que tenemos.
Lucía Rodríguez Olay
Colegio La Inmaculada (Gijón)