Una madre ante la crisis: lo que de verdad era importante

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Una madre ante la crisis: lo que de verdad era importante

Al principio parecía que iban a ser unas nuevas vacaciones de Navidad; tal vez un par de semanas, tres como mucho. Todos nos acomodamos para pasar de puntillas por una nueva experiencia en la que cada uno ponemos lo mejor de nosotros mismos para que el confinamiento sea más llevadero: horarios algo más laxos, compartimos los espacios de trabajo posponiendo la entrega de algunas tareas para que todos pudiésemos ir haciendo envíos parciales de nuestras obligaciones, escolares o de trabajo; actividades en familia, con películas en las que los gustos se ajustan para poder aprovechar estos días de obligada convivencia… pero el imaginario día de Reyes no llegaba. Y con esta espera los desajustes se aceleran: hay trabajos que no pueden esperar más, pero los medios técnicos son los que son y hay que compartirlos por lo que las horas para terminar los proyectos se vuelven nocturnas, la asistencia a las clases virtuales te aboca a adelantar la preparación de las comidas, casi con horario inglés, y cada vez cuesta más encontrar fórmulas para asumir una rutina que ordene la vida diaria en casa, trastabillada por este alargamiento inesperado resumido con un palabro inédito: confinamiento.

Pasadas las tres primeras semanas en que todo había funcionado sorprendentemente bien, comienzan a aparecer algunos síntomas de cansancio; pequeñas discusiones por asuntos domésticos, la omnipresente pantalla con la que se llevan a cabo tareas del colegio y actividades de ocio con gran desproporción del tiempo dedicado a unas y a otras y, sobre todo, la añoranza de la vida social y el contacto con la familia cercana, la falta de actividad física … y el vaso se va llenando, cuesta tener paciencia.

El caso es que las noticias de fuera no ayudan: aumentan los contagiados y los fallecidos; no se sabe muy bien por dónde puede entrar el virus en casa, con recomendaciones de higiene imposibles de cumplir si no te quieres enfundar en un traje espacial para salir a la calle; la elección de mascarillas, a saber, cuál es la que verdaderamente protege, si es que alguna lo hace, porque depende de lo que leas. Y esto es lo peor, que el virus de la incertidumbre, de la desesperanza, este sí, había entrado en casa.

La oración diaria se volvió más comunitaria que nunca, incorporando el ritual de los aplausos a las ocho de la tarde, que además de animar a todos los que estaban enfrascados batallando con el coronavirus, tenía una función revitalizadora en la que todo un barrio coincidía en el momento de mayor socialización del día: éramos cientos de confinados con un compromiso de saludo vespertino.

Como familia hemos hecho de todo: partidas interminables al monopoly, parchís, ajedrez…… sesiones de panadería y pastelería con resultados mejores y peores, divertidas noches jugando al escondite o al pilla-pilla, que nos han devuelto a la niñez, papiroflexia, puzzles infinitos que por fin hemos completado y sobre todo, mucha música, cada uno con su instrumento para martirio de nuestro amable vecindario.

Ahora empezamos a salir, a ver que no estamos solos en el mundo y que nuestra vida se mueve hacia la normalidad, pero con mascarilla, guantes y el penetrante olor a lejía y desinfectante que es ahora el ambientador de nuestras casas. El miedo va pasando, pero nunca se sabe donde se esconde esa bola con antenitas que sale en todos los telediarios. No hay que bajar la guardia y así estamos, nos debatimos entre la desconfianza y las ganas, la necesidad, de sentir el calor de un abrazo, la colleja de un amigo o el beso de esa chica que me gusta.

Todo llegará y esto nos habrá hecho más fuertes, más sabios, y más conscientes de lo que de verdad es importante en la vida: las personas y no las cosas.

Mª Carmen Seguí Nadal

Madre de alumnos del colegio La Inmaculada de Alicante

Foto de Aron Visuals en Unsplash*