En junio de 2018 estaba acabando mis estudios de Filosofía en la Universidad Gregoriana de Roma (necesarios para la ordenación sacerdotal) cuando recibí un correo en el cual se me comunicaba mi destino para los próximos dos años. Lo esperaba desde hacía semanas, sabía que tocaba dejar Roma y comenzar una nueva etapa (la llamamos Magisterio) en la larga formación del jesuita, pero el destino concreto, dónde sería yo “maestrillo” no estaba nada claro. Tuve que leerlo dos veces para empezar a hacerme a la idea. “El Provincial te envía durante los próximos dos años a que realices tu Magisterio en el Colegio San José de Villafranca de los Barros”. ¿Cómo? Anda que no hay Colegios en España, que tenía que pasar de Roma a un lugar que me costaba situar en la provincia de Badajoz. Es verdad que el Colegio tenía mucho renombre, pero lo único que sabía de él es que conservaba el último internado que los jesuitas tenemos en España, y algunos datos sueltos proporcionados por jesuitas que habían hecho aquí la misma etapa que yo comenzaba ahora.
Hoy, después de dos años dedicado por entero y prácticamente sin salir de los tutelares muros del Colegio, la imagen es completamente distinta. Jamás habría pensado lo feliz que se puede ser dentro de este enorme y centenario edificio, con todas las peculiaridades que posee. Había hecho mucho voluntariado con niños con situaciones difíciles, apoyo escolar, juegos, campamentos… pero lo que es un Colegio, nunca. Y de ahí mi principal miedo: ¿cómo será esto? ¿lo haré bien? ¿y si no valgo? ¿cómo ganarme la autoridad entre los alumnos? ¿cómo no repetir patrones que a mí no me ayudaron? Antes de empezar el curso, se me concretó en qué consistiría mi trabajo: dar clase de Religión y Educación para la Ciudadanía en los primeros cursos de la ESO, y ayudar en lo que hiciera falta a los alumnos internos de la Residencia. Tampoco me dejó mucho más tranquilo eso, me seguía sintiendo igual de desorientado y con las mismas dudas y miedos, pero ahora podía poner un lugar físico: las clases y los pasillos de la Residencia.
Al empezar el primer curso, la inexperiencia era total, pero desde el principio sentí el apoyo y cuidado por parte de todos, tanto de la Dirección como de los profesores y del personal no docente. Gracias al trabajo de muchos compañeros durante 125 años, el hecho de ser maestrillo en este Colegio me facilitaba las cosas; no porque se me hiciese trato de favor, sino porque es un centro con mucha tradición de maestrillos, y por eso muchos podían entender cómo me sentía y me han ayudado y arropado desde el principio. También los alumnos, con los que el trato ha sido en la mayoría de las ocasiones no bueno, sino muy bueno. Realmente creo que he aprendido mucho de ellos, ya que es con los alumnos, especialmente con aquellos que viven internos, con los que he pasado más tiempo a lo largo del día. El campo de la docencia, nuevo por completo para mí, ha supuesto un reto, pero un regalo, pues las asignaturas que he impartido me han permitido ayudar a pensar juntos, ellos y yo, hacia dónde queríamos ir. El universo de la pastoral colegial, tan sólida en este Colegio, ha sido de las cosas que más he disfrutado, especialmente de sus frutos: alumnos buenos, honrados y con una fe sencilla pero arraigada, empapados de los mejores valores cultivados durante muchos decenios aquí. Las tradiciones típicas de los Colegios de la Compañía, que yo pensaba erradicadas y que tanto he disfrutado preparándolas y viviéndolas. El sentido de la palabra “comunidad educativa”, cuyo significado se ha llenado y enriquecido según me iba sintiendo yo parte de esa realidad… Es verdad que no han sido dos años facilones, y ha habido situaciones a las que nunca me había enfrentado que necesitaban una respuesta (urgente, la mayoría de las veces) por mi parte. Aun así, y a lo mejor precisamente por eso, han sido dos años plenos, felices en su conjunto.
El segundo año especialmente, ya que el Colegio me confió ser educador de referencia de los 26 internos de 1º de Bachillerato, algo así como su “tutor fuera de clase”. La oportunidad de ver crecer a los chavales, escucharlos, madurar con ellos, acompañarlos en su camino no sólo académico sino humano, recibir su afecto, pero también ser el blanco de sus quejas… ¡me han enseñado tanto! Cuando rezo cada mañana por ellos, se me viene con frecuencia la imagen de San José, patrón del Colegio, al que Dios le encarga una misión parecida a la mía: cuidar de Jesús, que no es suyo, como si fuera suyo, pero sabiendo que no lo es. Y eso, lejos de generar frialdad en el trato o superficialidad, me une mucho más a los chavales, a sus familias y a la gran familia que formamos los que vivimos el Colegio. Cada uno tiene una función, y todos intentamos vivirla de la mejor manera que podemos y sabemos.
Por eso puedo agradecer, al final de esta etapa, haber sido enviado aquí: sin negar los inconvenientes que tiene el desarrollar una misión tan intensa, sin muchos espacios en los que descansar u oxigenar, en un pueblo, donde la institución en la que vivo tiene tanto peso… lo aprendido, mejor dicho, enseñado por Dios a través de tanto y de tantos es tan grande, que supera con creces mis expectativas, y me reafirma en la fe en el Deus semper maior, inatrapable en mi cabecita cuadrada que lo quiere todo organizado, un Dios siempre mayor de lo que podía imaginar, que cumple aquello del “veréis cosas mayores”. Y cuando parecía que no, Se vuelve a derramar con generosidad, como el perfume de la pecadora a Sus pies, ¡Qué regalo tan grande haber vivido esto!
Rodrigo Sanz Ocaña, SJ